La leyenda del montañero solitario


Dice que hace tiempo que se ha ‘desintoxicado’ del alpinismo. Que fue un ‘yonki’ de su adrenalina. Del más difícil todavía, del juego de la montaña, del querer más, llegar más alto, hacer lo que nadie había hecho. Que ahora mira atrás y se siente, simplemente, un superviviente. Cita a Mick Jagger cuando llora a tantos amigos muertos por las drogas duras, porque se identifica en ese escalofrío, en ese porque yo sigo aquí. Él revisa cuántos de su generación quedaron en esas mismas paredes que abrazó en su locura. Y él sigue aquí.

Dice que hasta le cuesta recordar, porque ya tiene una edad (64) y porque será un estrago de tanta altura. Que ya no sueña con grandes cumbres. Que prefiere cambiar el tema de siempre cuando se junta con amigos. Que no va a charlas, ni ve documentales. Que no ha visto ‘Broad Peak’, esa película en la que se reconocería en su colega Maciek Berbeka, uno de esos que ya no están, como su admirado Jerzy Kukuczka (fallecido en el Lothse en 1988), esos gigantes polacos que rompieron el hielo en la historia del Himalaya invernal, a los que admira y que le admiraban. Porque no pudieron hacer lo que él hizo. Ni ellos ni nadie. Porque como ellos, aunque no lo crea, aunque no le importen los reconocimientos, es un mito. Superviviente, pero mito. Porque él es y será siempre el primer ser humano que escaló por primera vez un ochomil en invierno y en solitario. Un 6 de febrero de 1988. Hoy hace 35 años.

Fernando Garrido prefiere ser otra cosa. Un montañero, a secas. Él mismo al que su padre Rafael le enseñó ese amor, esas sensaciones inquebrantables por ellas, para toda la vida. Ese que le hace seguir levantándose pronto esta semana, coger el coche desde su casa de Jaca y subir a Candanchú a enseñar a lidiar con una avalancha, a construir un iglú, a vivir en el frío, cerca de su Pirineo, ese al que quiere proteger, por eso se moja en decir no a Canal Roya. Seguramente esos chavales de un colegio de Cartagena que reciben sus lecciones esta no sepan muy bien a quién tienen delante. Tampoco él cuenta sus batallitas, ni saca pecho por mantener el récord de permanencia en altura (62 días en el Aconcagua en 1985), sus múltiples ascensos por todo el mundo. A su bola. Por eso no quiso acometer nunca la carrera de los 14 ochomiles. Porque ya lo habían hecho otros. “¿Gastar tanto tiempo para ser el primer aragonés? ¿El primero de mi pueblo? No, lo critico, pero eso no va conmigo ¿Hacerlos en invierno? Ah, eso ya cambia. Nadie lo ha conseguido todavía”.

Retos que no le quitan el sueño. Montañas en las que seguirá, aunque una arritmia, en su Aconcagua (6.959 metros), ese que alcanzó por primera vez en 1979, le frenó hace seis años de las mayores expediciones. “Antes subía dos veces al año, en enero y febrero. Me quedaba en Mendoza entre ambas para esperar al siguiente grupo. Al hacerme las pruebas médicas obligatorias antes de un intento me sacaron las arritmias. ¿Pero si acababa de subir en unas condiciones terribles, abriendo huella? Aún así me dejaron subir, porque todo el mundo me conocía, pero me recomendaron bajar el listón”

Desde entonces ya no sube por encima de los 6.500 metros, ni acomete escaladas técnicas por encima de los 4.000 en los Alpes. “Ya no hago Cervinos. El Mont Blanc, sí”. Sigue disfrutando como guía en su empresa Aragón Aventuras, con su hermano Javier, y hasta este otoño estuvo con unos clientes en el trekking de Makalu. O hace unas semanas en Grecia subiendo unas paredes, en una escalada en roca que es ahora su mayor obsesión, exceptuando a su hija, claro. Porque dice que, con todo, nunca se jubilará, solo hasta que las piernas y el corazón no le dejen seguir, “porque con 80 no voy a estar con una gayata subiendo a mis clientes al monte”. Ya veremos.

Con todo lo contado, les costará conectar a Luis Bárcenas, sí, el mismo Luis Bárcenas, el tesorero del Partido Popular, con esta aventura. Y tiene que ver. Y mucho. Es culpable. De esto también. Con Luis Fraga, sí, el mismo sobrino de Manuel Fraga Iribarne. Vaya pareja. Culpables, al menos, de querer juntar en una misma cordada a los mejores escaladores para llevar la bandera española al Everest. Por primera vez. Porque lo había hecho vascos y catalanes. Y claro…

No lo lograron. Se quedaron a poco. A nada, Tras múltiples problemas, incluidos chanchullos financieras, ascendieron por la vertical cara norte desde el comprometido corredor Hombeim hasta 8700 metros. “Me quedé con mal sabor de boca por no llegar a cima, que es algo que siempre pica, pero sobre todo porque no hubo buen ambiente en la expedición”. Un relato para escribir un libro.

De vuelta a Aragón pensó qué podía hacer. Se veía fuerte y capaz. Y tenía algo bien claro. Sería solo, como en el Aconcagua, sin malas compañías. Y algo nuevo. Y esas dos clausulas le ponían un rumbo marcado. “Siempre he opinado que la unión del alpinismo en solitario y el alpinismo invernal es bastante lógica, porque no suele haber nadie en este periodo, y yo estaba acostumbrado a ir a mi aire. El Cho Oyu era el más asequible para estas condiciones”.

¿Asequible? Los polacos habían abierto el juego en 1980 en el Everest, para seguir con Manaslu, Dhaulagiri, Cho Oyu, Kangchenjunga y Annapurna. Garrido quiso entrar en la partida subiendo la apuesta. “El alpinismo siempre es un reto personal, una superación con uno mismo al que se suma el juego del más difícil todavía. Si tú has subido por ahí, yo subo por allá y en pelotas. Si los polacos habían conseguido la primera ascensión invernal, yo busqué hacerlo solo. Como con el récord de permanencia. Porque si hubiera estado en el Aconcagua cincuenta días ya hubiera sido una experiencia personal única, pero aguanté hasta 62 para superar los 60 del francés (René Ghillini). No es por fama, ni por trascendencia, es por ese juego”.

Objetivo marcado: Cho Oyu. Consiguió rápido los permisos, pensando en ir con su novia Maribel, una alpinista catalana. Al final voló solo el 19 de diciembre al Nepal. A Nepal porque China le denegó su entrada para acceder por la ruta habitual por el Tíbet. Algo que no cortó sus planes. Como en 1982, en su primera experiencia en Asia de cinco meses, cuando fue ilegalmente hasta el Karakorum donde probó un 7.000 “y casi me mato” y, tras hacer autoestop, cruzó la frontera para escalar el Annapurna III (7.555).

En Nepal contactó con el mejor amigo que hizo en la expedición al Himalaya, un sherpa, como muchos, llamado Tenzing. Un grupo de porteadores con yaks les acompañó en la ruta de catorce días hasta ubicarse en el campo base nepalí, a 5.200 metros. Esa no era su idea. Avanzaron a un segunda ubicación a 5.400, más cerca de la vía tibetana, por la que ascendería. Colocaron dos tiendas, una sería su dormitorio compartido y la otra una improvisada cocina. El azote de los vientos huracanados las derribaron. Suerte que Tenzing supo hacer una cabaña de rocas para protegerse.

Tenzing era vital. No solo por sus dotes de arquitecto, por ser un espléndido traductor, porque le acompañó en su primer paso en la altura, porque confirmó sus dotes como buen cocinero o, con un telescopio, realizó un seguimiento fotográfico durante su ascensión. También porque hizo de guardés. En ese punto era habitual entonces el paso de caravanas de nómadas con unas vestimentas “que hacían retroceder a la prehistoria”. De hecho, pasaron. A -35 grados bajo cero, pero pasaron.

Garrido se despidió de Tenzing a 5.850 con un mundo por delante. Desde allí a la cima iría solo. Sin radio, porque no le había dado para el presupuesto. Un saco, una tienda, gas para derretir el hielo, poca comida; solo café, té, unas galletas, azúcar, leche en polvo y proteínas, y el material suficiente de escalada. La intención era atacar en un par de días en un estilo puramente alpino, sin campos de altura ni cuerdas fijas. Y mucho menos, sin oxígeno. Era uno de febrero.

Fernando superó el glaciar sin problemas y colocó su casa portátil a 6.450. Sin previsiones meteorológicas que valieran, un nuevo temporal de viento extremo le atrapó dos noches en su guarida. Demasiadas horas consumidas. Tendría que acortar sus planes. Más, cuando tras ascender hasta 7.000 y superar una exigente pared de hielo, volvió a verse paralizado por las fuertes rachas que parecían un soplido de un gigante que quisiera echarle de sus dominios.

No podía seguir mucho más a esa altura porque las fuerzas se debilitaban rápidamente. Era subir o bajar. Y decidió la gloria. Pero la pereza y las bajas temperaturas precipitaron una decisión. Arriesgaría, no saldría de noche, esperaría a que amainará el temporal y saliera el sol. Así lo hizo. A las 7:00 horas se puso todas las capas dentro de ‘su cama’ y salió de la guarida con lo justo, sin comida ni gas. Sí añadió en la mochila el saco, porque sabia que, si completaba los 1.200 metros hasta la cumbre no tendría tiempo para volver a este punto. “Fue una apuesta inteligente, que seguramente me salvó la vida”.

Avanzó lento, notando como el frío atenazaba sus manos. Imaginen, no encontró otro lugar más caliente para paliar la congelación. Sí, ahí mismo. A 7.600 metros ubicó “en unas rocas que se localizaban bien” un buen sitio para dejar la mochila y subir sin más peso hacia su meta, de la que le separaba la exigente pared de piedras. Lo noche acechaba cuando, de repente, notó una presencia. “Unas sombras me hablaron en árabe”, advirtiéndole del peligro mentalmente. Ni las alucinaciones frenaron su esfuerzo.

Los últimos metros los hizo sin crampones. Eran las seis de la tarde cuando llegó a la amplia planicie que marca la cúspide del Cho Oyu. “No estaría más de diez minutos en ella”. Dispuso su cámara analógica y réflex en el soporte que se había construido en el piolet para hacerse un selfie. Pulsa el botón y corre para colocarte. No podía dilatarse más porque había que bajar rápido. Por eso decidió dejar en su bolsillo la fotografía de sus familiares que quería dejar allí arriba. No era por sentimentalismos, era por supervivencia. “Había que tomar decisiones y no podía estar mucho tiempo. Busqué el que pensé que era el punto más alto y me hice un par de fotos”.

Buscando sus huellas en la penumbra consiguió descender sin miedo “con máxima concentración”, decidido, porque “tenía dos o tres horas hasta el saco”, sabiendo que cada paso era un latido más de vida, jugándosela literalmente en la pared rocosa, “el momento más arriesgado que he pasado, con las manos duras como piedras, congeladas”. Lo dice alguien que cayó cuarenta metros en una grieta en los Andes.

Agarrándose al vacío con su piolet de la suerte, ese que le acompañaba desde hace nueve años, pisó con seguridad el hielo, hasta encontrar el cálido saco salvador junto a las piedras que recordaba. Era noche cerrada. “No dormí”. La sed le atenazaba, acurrucado para recuperar la mínima energía, volvió a percibir unas voces. Esta vez en inglés. “Vi a unas americanas y estuve charlando con ellas, fue una sensación muy viva de estar acompañado hasta que me concentré y comprendí que era imposible”. En su ensoñamiento en la altura, no lograron engatusarle. El primer rayo de luz anunciaba que tenía que salir pitando para encontrar la tienda, donde pudo pasar la noche siguiente antes de acometer el último esfuerzo hasta el abrazo emocionado de Tenzing.

Fue entonces cuando explotó la emoción y fue consciente del éxito logrado. “Ahora no me acuerdo de si lloré realmente, sé que arriba, no. Porque ademas, yo siempre he dicho que las emociones son compartidas”. Esa misma declaración que escuchó de niño el actor Antonio de la Torre y que rememoró cuando recogió en 2019 el premio Goya al mejor actor. Esa sensación de volver a la vida para saborearla mejor. “Es la doble felicidad que te ofrecen las montañas. Primero poder ascenderlas, lograr ese objetivo. Y después volver a la vida. Darte cuenta de la importancia de poder estar sin guantes, de dormir en una cama mullida, de comer caliente, esas pequeñas cosas que vas recuperando poco a poco mientras vas bajando y que hace que le des mucho más valor a la vida”.

Un regreso a la realidad que le persiguió en el reconocimiento, “más internacional que en España” y nuevos retos, nuevos imposibles. Envalentonado, volvería al Everest para quitarse la espina en solitario. No lo logró. Conquistó el Shisha Pangma Central, cruzó todo el Himalaya en una andada de 5,000 kilómetros y se preparó para ascender el K-2 en invierno. “Me gastó medio millón de pesetas en el permiso, pero de repente tuve una visión y pensé ‘Fernando, dónde te vas a meter’. Lo pienso ahora y creo que perdí el dinero, pero gané el poder estar aquí contando batallitas. Solo hay que pensar que hasta el año pasado no se subió en estas condiciones y lo hizo un grupo con los mejores sherpas, que entre todos acumulaban un montón de ochomiles. Por eso creo que tomé una buena decisión. Fui realista, porque hubiera tenido muchas opciones de haberme quedado allí”.

Donde sí volvió fue al Cho Oyu en otras cinco expediciones, completando otras dos ascensiones. Garrido divisa “desintoxicado” un ochomilismo distinto, masivo, menos aventurero y más comercial, donde se ha reactivado la conquista de las invernales como máxima exigencia para una pureza que puntualiza.“Porque ahora se dice que se va en solitario cuando realmente, por ejemplo en el Aconcagua en enero, vas por una ruta que hay 600 personas contigo. Puedes decir que vas en autonomía, por tu cuenta, pero no solo. Solo es cuando nadie te puede ayudar si hay un problema. Como ir sin oxígeno supone que nadie va a ir a tu lado con una bombona por si lo necesitas o subir sin cuerdas supone que no las tengas a unos metros por si acaso. Eso sí, un ochomil siempre será un ochomil y más en invierno. Como un 4.000 en los Alpes o un 3.000 en el Pirineo. La cosa cambia”.

Una reivindicación justa. Porque su gesta, vista entonces y más ahora, debe calificarse como una aventura mítica e histórica. Única e irrepetible. Porque hace 35 años y porque, desde entonces, solo un ser humano, Krzysztof Wielicki (Lothse, diciembre de 1988), sí, uno de esos polacos, ha conseguido hacer lo que hizo él. Un logro al alcance de los más grandes. De una leyenda, de un mito. Como Mick Jagger. Un superviviente. Y Fernando Garrido es todo eso. Y por encima, un simple montañero y una tremenda persona.

(*) El francés Jean-Christophe Lafaille logró el ascenso del Shisha Pangma en 2004, pero días antes del 21 de diciembre, cuando se abre el periodo oficial de invernales.

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