La vacuna del baloncesto


En tiempos difíciles es cuando se ensalza mejor el aprecio por los valores colectivos. La alarma mundial por el coronavirus se ha adentrado en una etapa en la que se abraza el orgullo por los servicios públicos y se rechaza al egoísmo de aquellos que se han ido de ‘fiesta’. La sociedad aplaude el beneficio común aceptando medidas que le quitan libertad individual, de movimiento. Se acepta con estoicismo unas normas extraordinarias por el hecho de la importancia de salvar vidas y derrotar a la enfermedad lo antes posible.

Se ha conseguido que una palabra con tintes no tan positivos sea acompañada de otros epítetos de reproche imposible. Hablo de la disciplina. Apellidada social ahora. Una pareja de palabras que recoge la aceptación universal de una serie de leyes encubiertas en recomendaciones, por un bien superior.

No es tan habitual coser el concepto de disciplina con estos aires tan solidarios. Normalmente la disciplina suele ser militar, eclesiástica, espartana, escolar o ‘auto’ y se interpreta como un valor coercitivo, donde un superior fuerza al otro. La disciplina se considera comúnmente como sinónimo de imposición. Por ello, por oposición al pasado, tiene mala prensa. Mucho más cuando hablamos de educación y de menores. Es algo carca, viejuno, de tiempos de Franco, de dictaduras asiáticas, de tipos duros, de regla plana de madera. Suena a canción de Asfalto.

Como educador deportivo siempre he confiado en la disciplina como valor positivo. Me costó cierto debate interno aceptarlo. Me sorprende que ahora sea descubierta y puesta en alza en su código ético y moral en un momento tan delicado. Ser disciplinados nos piden y lo aceptamos. Pero esa disciplina bonita y buena, en la que de mutuo propio dejamos de lado lo nuestro por el otro, por los otros. Esa es la disciplina como sinónimo de solidaridad grupal. Esa es en la que yo siempre he creído y he intentado inculcar a mis equipos de formación con límites que no se entendían, en ocasiones o en su mayoría, en su superficie y que en muchas ocasiones, y a mi experiencia me remito, son mejor comprendidos en el largo plazo.

Considero que el deporte es uno de los mejores canales para enseñar esa disciplina ‘buena’, que ahora se reclama, pero que no suele ser bien interpretada o no la sabemos hacer entender. Seguro que aquel que ha contado con esa educación deportiva ha atendido más naturalmente esas indicaciones para driblar al Coronavirus.

En el baloncesto se prima al equipo sobre el individuo. Al menos el buen educador debería hacerlo. Muy por encima de otros parámetros más pervertidos, como la victoria. Enseñar a que quizá un jugador con talento podría anotar más, pero sabe que siendo más generoso hará que su equipo sea mejor. Aplaudir a aquel que hace un esfuerzo para cubrir un error del otro. Increpar a aquel que fuerza un mal tiro cuando podía habilitar a un compañero con menos habilidades. Alentar al que desde el banquillo no para de animar. Reiterar el mensaje de que juega el que va a entrenar o se deja el alma y no tanto el que sólo aporta el talento. Reducir los malos gestos y amplificar la deportividad. Todo esto conlleva una convicción enorme para no caer en las tentaciones y para saber entender situaciones que en ocasiones se ven como obligaciones arbitrarias, imposiciones de entrenador inflexible. Y más ahora que vivimos en una sociedad de consumo masivo y de hipertrofia de los derechos individuales donde hay menores y familias que tiene fácil uso del gatillo de la acusación o el chantaje de ‘irse a otro club’ o ‘quejarse al coordinador’ cuando las cosas no encajan con sus gustos o intereses.

Lo que nos dedicamos a esto o nos hemos dedicado (yo ya no se si hablar en pasado o presente) solemos criticar cómo se va perdiendo responsabilidad y respeto, sin generalizar, entre nuestras generaciones jóvenes, educadas en la opulencia del tener y no tanto en la del dar o ceder. Que dirigimos a niños y niñas sobreprotegidos, en cuarentena hacia el dolor, el daño y la frustración. Una delicadeza por la que esa disciplina de distorsionada descripción (militar, obligada, dictatorial…) es casi perseguida. El entrenador disciplinado porque defiende unas normas de comportamiento es visto con malos ojos, es apartado porque no mola, no es tan divertido (¡ni que fuera contradictorio!), o sólo se le autoriza ‘si gana’.

Ahora se nos pide disciplina social y nos abochornamos con esos que han aprovechado el cierre del país para largarse a la playa. Se aplaude que el gobierno cierre los chiringuitos y se les haga quedarse en casa. También se subrayan vídeos en los que hay jóvenes que manifiestan que se van a irse de fiesta y pasan de quedarse en casa. No tanto porque el gobierno lo imponga, que lo hace por el bien de todos y de los más vulnerables, sino porque se acepta de buen grado porque es lo mejor para el colectivo. Ceder parte de lo que consideramos que es nuestro no importa porque se explica, se entiende y se acepta.

Espero que estos días de prisión voluntaria nos sirva para reconsiderar ciertas pautas y comportamientos que tenemos en nuestro día a día. Que los educadores reafirmemos conceptos que nos lleven a agrandar el valor de lo grupal sobre lo individual y donde esa disciplina se mantenga con tonos positivos y no de mandato gratuito. Y donde el deporte es un elemento fabuloso para su aprendizaje. Y lo bien que nos viene ahora para quedarnos en casita aplanando la curva.

2 comentarios sobre “La vacuna del baloncesto

    1. Gracias, Pepón. Un término mal entendido tanto por aquellos que la usan para imponer su autoridad como aquellos que no la entienden como una herramienta para ceder en la individual para aunar en lo colectivo. Básico en el aprendizaje y útil para los entrenadores. Ojalá aprendamos algo se esta situación (lo dudo).

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